sábado, 28 de febrero de 2015

Dolor sin fronteras. Guerra Civil.

Si pudiéramos arrancar del pecho nuestros tristes corazones, allí los mandaríamos, a nuestras hermanas.


Una refugiada española, con su hijo en brazos, tras cruzar la frontera con Francia. :: CEGE
http://www.elnortedecastilla.es/v/20110718/salamanca/mujeres-grandes-olvidadas-archivos-20110718.html


"Diario de la Guerra de España" Mijail Kolstov

En la cola he entablado conversación con «doñas» de edad madura; a ellas les hace gracia mi modo de chapurrear el español. ¿De dónde será este hombre?
Al enterarse de que soy ruso, se apodera de ellas una sorpresa indescriptible. La cola se rompe, todas me rodean, me estrechan la mano, se ríen, me dan palmaditas en la espalda. Honorables y robustas castellanas se iluminan con amables y alegres sonrisas.
—Ya hemos leído y hemos oído por radio la carta de las mujeres de las Tres Montañas. Son ángeles y no personas. Si pudiéramos arrancar del pecho nuestros tristes corazones, allí los mandaríamos, a nuestras hermanas.
¿Qué Tres Montañas, qué carta? Al principio no llego a comprender nada. Me muestran un periódico. Se publica una carta de Moscú, de las obreras de la fábrica Tres Montañas, TriojGor—en pocas palabras, de la Triojgorka—. ¡Ahora está claro! Las tejedoras de la Triojgorka se reunieron anteayer y dirigieron una carta a todas las mujeres soviéticas:
«Leemos con alegría en los periódicos que las trabajadoras españolas no sólo ayudan y animan a sus hijos, maridos y hermanos, sino que ellas mismas, además, participan en la lucha heroica por la libertad. Que sepan las trabajadoras de España que nosotras, mujeres del gran país del socialismo, seguimos con tensa atención y emocionadas su lucha y deseamos fervientemente ayudar a las mujeres y a los niños del libre pueblo español. Nos dirigimos a todas las mujeres del país soviético —a las obreras, a las campesinas, a las empleadas, a las amas de casa, a todas las madres—y las exhortamos calurosamente a ayudar con víveres a las trabajadoras de España, a los niños y las madres del pueblo español en lucha. Nosotras aportamos para dicho fin cincuenta rublos cada una y estamos seguras de que las mujeres del país soviético seguirán nuestro ejemplo.»
Parece como si la cola ante la lechería se hiciera aún más pequeña —las personas se apretujan para estar más cerca de mí. Hasta los niños se han apaciguado un poco. ¿No hay otras novedades? ¿De allí, de ese lejano país, algo incomprensible, cubierto poco menos que de nieves eternas, pero tan cordial y amigo?
No tengo noticias frescas, he perdido el contacto, pero hablo de la actitud de los obreros soviéticos, hombres y mujeres, de todo el pueblo, hacia España y hacia la lucha española.
Todas escuchan con avidez. De nuevo se oye un estallido —es una bomba de aviación—. Algunas mujeres se apartan bruscamente, las otras no se mueven y miran con aire de reproche a las que huyen. Veo cómo una muchacha que viste mono señala disimuladamente hacia mí: no está bien huir así, de las bombas, ante un camarada ruso... ¡qué podría pensar!
El avión se ha ido, la conversación se restablece. Las españolas oyen hablar de las mujeres soviéticas, de su cariño por los niños, de que están dispuestas a encargarse —y lo desean— de la educación de niños huérfanos, hijos de combatientes caídos en la lucha contra el fascismo. Casi a todas las que me oyen se les asoman las lágrimas a los ojos.
La muchacha que viste mono se siente confusa por esta escena. A ella le parece que va en detrimento de la reputación de las mujeres toledanas.
—No haga caso. Las españolas, en general, somos amigas de llorar. Ahora lloran simplemente de alegría. Son mujeres muy sufridas y no piensan quejarse por nada. Yo, que soy toledana, lo sé.
Una «doña» alta, de mejillas hundidas, se mezcla en la conversación:
—Mi marido ha sido muerto por una bala del Alcázar. Trabajaba en el garaje del hotel. Me han quedado dos pequeños. Si yo fuera más joven y mis hijos mayores, habríamos ido en seguida a ocupar su puesto. Usted perdone, soy una mujer sencilla y no he pensado en muchas cosas. Me parecía que los extranjeros eran todos turistas rieos, como los que siempre venían aquí. Yo ayudaba a mi Sebastián a lavarles los coches. Ahora los alemanes y los italianos nos mandan aviones y bombas. En estos días amargos, las mujeres rusas, las obreras y las maestras, nos mandan ayuda, como si fuéramos sus hermanas. Quiero mandar una gotita de mi sangre en una carta a las obreras soviéticas para agradecerles lo que hacen y hacernos amigas para siempre

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